Desde que era adolescente estuve en la búsqueda de una dieta, algo mágico que me ayudara a adelgazar y mantenerme en mi peso.
Hasta ese momento nunca me había puesto a pensar en mi salud. Eso era algo que no me preocupaba, pues estaba apenas en mis veinte años y lo realmente importante era lo estético; así pensaba en aquella época. Más tarde, sin embargo, me di cuenta, y de la peor manera, de lo equivocada que estaba.
Era capaz de hacer dietas extremas, de tomar cualquier pastilla que anunciaban, de ponerme cremas o ungüentos milagrosos y hasta me envolvía la cintura con fajas elásticas que casi no me dejaban respirar, pero me “garantizaban” reducir centímetros drásticamente.
En esa época mi cuerpo era como un globo, a veces estaba súper delgada y al mes siguiente volvía a mi peso anterior, y en otras ocasiones, peor. Pero los cambios más drásticos vinieron después, con los embarazos. Luego del primero, quedé con casi quince kilos extra, es decir, unas 33 libras. ¡Imagínate! No lo podía creer y no sabía qué hacer para retomar mi peso más o menos “regular”. Ahí comenzó mi búsqueda más ardua, pero estaba tan equivocada que no me importaba pagar por la recompensa de llegar a mi peso ideal, a costa de mi salud. Me concentré en hacer todo el ejercicio que pude, pero había un “pequeño-gran” detalle: no cuidaba de mi alimentación.
A los 33 años tuve a mi segundo hijo y entonces quedé con diez kilos extra, unas veintidós libras. Menos que en mi primer embarazo, pero seguía siendo un dolor de cabeza tratar de perderlos. Además, ya tenía unos cuantos años más en el cuerpo y el proceso se hacía más complicado.
Estiré la liga de mi salud hasta que casi cumplí 34 años, cuando esa liga se venció y comenzó a cortarse por lo más fino.
En una ocasión, comencé a sentirme extraña, extremadamente cansada y sin ganas de hacer nada; no sabía lo que me pasaba, hasta que un día, sentada en la silla después del almuerzo, me quedé dormida. ¡Jamás me había sucedido algo así! Pero el cansancio era tanto, que no podía mantenerme en pie.
Finalmente decidí ir al médico, para descubrir horrorizada que tenía hipotiroidismo. Como te comenté anteriormente, esta es una enfermedad metabólica, que ocurre cuando la glándula tiroides no produce la cantidad de hormona tiroidea para cumplir con todas las actividades que el cuerpo tiene.
De inmediato me pregunté por qué me estaba pasando eso… ¿Cómo era posible? ¡Si hasta unas cuantas semanas atrás me sentía “saludable”! ¿Qué había pasado conmigo?
A partir de ese momento comencé a aprender, a estudiar y a investigar para lograr entenderlo.
Comprobé que nunca lo estético tiene que ser tu motivación para comenzar a llevar una vida saludable, lo principal tiene que ser tu salud. Lo estético es una consecuencia. Llegar a cualquier edad saludable, con energía, cuidando lo que comes es la base para tener una vejez saludable. Y sobre todo, para cumplir con el mandato más importante: “Amar a Dios con todas nuestras fuerzas”.
Actualmente he aprendido y he logrado llegar a mi peso y mantenerlo, aun con el hipotiroidismo y los 52 años que tengo de vida. Y lo hago cuidando mi alimentación y haciendo ejercicio. Obviamente me cuesta más que a mucha gente porque mi glándula tiroidea dejó de funcionar, pero me prometí a mí misma nunca más poner en riesgo mi salud por unos kilos que me sobren.
No sé lo que me deparará el futuro y en qué circunstancias me tocará partir a la eternidad, pero lo que te puedo asegurar es que cuando me llegue la hora, no será porque no supe cuidar el templo del Espíritu Santo. Me iré simplemente porque se acabó mi misión aquí en la tierra y no a causa de no cuidar lo que comía o de mantener mi templo inactivo. Con esto no quiero decir que si nos cuidamos nunca nos vamos a enfermar, pero a nosotros nos corresponde prevenir y prepararnos de la mejor forma posible para cumplir la misión que Dios nos encomendó.
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